© All rights reserved. May not be reproduced or distributed without express written permission from the author. Tlaxcaltecas y españoles La historia oficial ha entrado en franco descrédito. Las "verdades" facciosas yacen en aplastante desprestigio e incluso incitan a la chacota. Ya no hay héroes a la altura del arte ni contrapartes sumergidas en el lodo. Con cierto éxito intentamos clausurar una costumbre nefasta: la conspiración del silencio. Ya no es tan fácil dar muerte civil al adversario, ni omitir sus méritos. Tampoco inflamos figuras famélicas hasta convertirlas en globos cautivos. Hoy, para poner un ejemplo histórico, conviven civilizadamente Lorenzo de Zavala y Lucas Alamán con el doctor Mora y Carlos María de Bustamante. En el panteón consagrado a los héroes reposan sin dirigirse injurias mutuas Benito Juárez y Miguel Miramón. Uno y otro fueron buenos mexicanos que soñaron para el país (cada uno a su manera) el mejor de los sueños posibles. Al aplicar esta idea a los tlaxcaltecas del siglo XVI se debe borrar de mentes y libros una palabra: traidores y sustituirla por otra, patriotas a su peculiar estilo. Guerreros formidables, los tlaxcaltecas conservaron su independencia frente a los mexicas, aunque tuvieran que prescindir en la comida diaria de la sal y el azúcar. A la llegada de los españoles, y tras fugaces escarceos guerreros, acordaron dos convenios con los conquistadores para defenderse de sus tradicionales enemigos: el de la paz y el de la ayuda militar. Consumada la conquista, a la cual los tlaxcaltecas cooperaron en forma concluyente, éstos, siempre en compañía de los españoles, comenzaron sus tareas fundacionales: lo mismo dejaron su semilla en el norte (hasta territorios meridionales de Estados Unidos) que en el sur, más allá de Chiapas, hasta llegar a lo que hoy es Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua. En numerosas ciudades del país todavía subsisten, en las zonas deprimidas, los barrios tlaxcaltecas. A partir de la Colonia y hasta el día de hoy, Tlaxcala se ha dedicado a fomentar sus peculiaridades, sus rasgos distintivos, las resultantes de su singular tradición en la que han hecho las paces, caso raro en la historia del país, el abuelo indígena y el abuelo español. En este contexto surge un hombre y un artista de rasgos muy propios: Desiderio Hernández Xochitiotzin. Este hombre no ha dejado atrás sus orígenes (nació el año de 1922), su tiempo de formación en Puebla y Tlaxcala, sus días de embeleso al pie de los frescos creados por nuestros grandes muralistas, sus directas enseñanzas europeas y, sobre todo, la aceptación, antes que la mayoría de sus congéneres, de una historia nacional en la que no hay vencidos ni vecedores: simplemente mexicanos de distintas posiciones políticas. Hernández Xochitiotzin no es en sus murales un obeso de la pasión, el odio, el amor a ultranza. A diferencia de Rivera no pinta un Cortés sifilítico, lleno de pústulas, deforme. Su conquistador está tomado, sin pro ni contra, de la iconografía de la época. En la era de la Independencia no traza únicamente a las dos grandes figuras (Hidalgo y Morelos): en el lugar correspondiente pinta al zurdo consumador de nuestra guerra libertaria, al controvertido Agustín de Iturbide. En la pintura mural mexicana Hernández Xochitiotzin es el primer antisectario, del mismo modo como Orozco fue el primer anarquista. Supo dejar atrás el discurso oficial, tan pletórico de héroes como de villanos, y supo deshacerse, asimismo, de la pintura demagógica e internarse en la pintura pública, es decir pedagógica. Sus murales en el palacio de gobierno de Tlaxcala son como sucesivos cursos de diversas materias (entre ellas historia y geografía), propicias para entender, amar y ejercer el sentimiento de la tlaxcalidad. Emmanuel Carballo